miércoles, 18 de diciembre de 2013

EDUCACIÓN




Lo que nos distingue del resto de los seres conocidos es nuestra capacidad de aprender.  El profesor Gómez Pin de la Universidad de Barcelona ha descubierto que la capacidad de aprender a hablar ya tiene su reflejo fisiológico en el mapa del genoma humano. Llevamos pues, desde nuestra concepción, esa marca genética tan singularísima  en cada una de las células de nuestro cuerpo. Para que luego digan que un feto no es humano, pero eso es otro debate. Lo más maravilloso de esta circunstancia es la constatación de que tantos miles de años de aprendizaje no se detienen y empiezan de cero cada vez que un niño nace. Teorías cada vez más documentadas afirman que parte de la experiencia de los padres pasa en esa información genética a los hijos en la siguiente generación. 



Reconozco, no obstante, que este debate se remonta a muchos siglos. Platón pensaba que algún conocimiento heredábamos, mientras que para Aristóteles el intelecto se inicia desde cero. Sea como fuere es evidente que el niño necesita ser educado. Y no es sólo que lo necesite, es que nace para ello. No sería descabellado afirmar, por tanto, que nuestra educación nos determina. Si aceptamos la afirmación Orteguiana de extender la esencia del “yo” al “yo y sus circunstancias”, la circunstancia más significativa es la educación adquirida.


Así,  comparando la vida con una travesía náutica, los errores en el rumbo inicial son los más graves, los que más nos apartarán de nuestro destino, y por ende, cuanto más cerca del inicio, cuanto menor es la edad del niño, mayores son las consecuencias de una educación equivocada. La salud, con ser de vital importancia, vital porque vives o mueres, no es, sin embargo, tan importante como la educación; porque la educación te alcanza a ti, al niño, al adulto, al individuo, y a las generaciones venideras. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Newton, sin Einstein, sin Luther King o sin Alexander Fleming, por ejemplo? Cada uno de esos pasos transcendentales de la Humanidad los dieron individuos que acumularon en ellos el saber de generaciones anteriores gracias a su talento y a su educación. Y cada padre, cada educador, tiene en sus manos la materia prima de un genio.
  
Todo, o casi todo, lo aprendemos. La educación no se circunscribe a materias específicas como sumar o restar, la tabla de multiplicar, la geografía, la ortografía, y el resto de las materias que llenan los libros de texto; aprendemos a ver, a oír, a pensar, a querer y a odiar. El cambio en la concepción de las materias de aprendizaje ha propiciado el moderno programa de la UNESCO para la educación emocional que lidera Elsa Punset: las emociones pueden y deben educarse. En el ser humano se confabulan, pues, dos gigantes: lo que hereda y lo que adquiere. Hoy nuestro mundo, nuestro planeta, está tan “humanizado”, tan “invadido” por la especie humana, que ya no es el tercer planeta del Sistema Solar, el Mundo Azul, o como ustedes quieran llamarle, no, es el Planeta de los Hombres. Así que como somos mitad herencia, mitad aprendizaje, el destino del planeta, el destino de la Tierra, depende en gran medida de nuestra capacidad para educar, de nuestra capacidad para conseguir un Mundo mejor o el desastre.


Las primeras cosas que aprende un niño las recibe de su madre. Durante mucho tiempo, tiempo en el que ya tiene consciencia, el niño forma parte de la madre. Al trauma de la separación natal le sigue, la caricia, el calor y el placer de alimentarse, que antes era más profundo: mamar. Durante un tiempo crucial la madre es todo su universo. Después, aún antes de saber ver, recibe la noticia del resto. El padre, u otros, lo rodean, lo sostienen, lo separan de su madre, lo inician en el proceso de aprehensión de lo nuevo. Despierta entonces su voracidad genética por aprehender y nada de su entorno escapa a ese mandato. 


En el mundo de hoy, en las sociedades más evolucionadas, los niños son separados muy tempranamente de sus padres. Casas cuna, guarderías, o las más evolucionadas escuelas infantiles, se convierten en los referentes educativos de los casi recién nacidos. Esto les exige adelantar en algún tiempo la adquisición de normas de comportamiento social. Que esto se puede o no se puede hacer, lo aprenden hoy muy pronto. Que hay otros iguales a ellos que disputan sus pretensiones, pasa a formar parte de su concepción básica del mundo. Y en su horizonte de emociones y afectos, los demás, esos que no son ya su familia, aparecen casi desde el principio.


Pero el primer esfuerzo “intelectual” al que se enfrentan es, sin embargo, el aprender a hablar. Es de tal transcendencia, tan determinante, que la Naturaleza ha incluido, según Gómez Pin, un gen de apoyo. El niño reproduce de forma natural los sonidos de las voces que oye. Después almacena en su memoria esos sonidos y los reproduce cuando quiere. Cuando asocia por primera vez la memoria de ese sonido con una cosa, una emoción o un concepto, ese sonido se convierte en una palabra y su cerebro empieza a funcionar como una mente humana.


Al mismo tiempo, aprende a comportarse, lo que significa el sí o el no; a controlar su decepción por no conseguir lo que quiere; a sortear peligros; a desarrollar habilidades. Cada vez su interacción con el mundo exterior se hace más compleja; su mente adquiere más protagonismo; la mayor riqueza de su lenguaje le permite almacenar más o menos cantidad de conocimientos, experiencias, habilidades o recursos. Y esta memoria verbalizada unida al registro de sus emociones, sus filias y sus fobias, pasa a formar parte de sus circunstancias, de su esencia de yo.


Pienso yo que si existe un gen de apoyo para aprender a hablar, debe existir otro que nos haga gregarios, o sociales, que impulse la necesidad de vivir en permanente comunicación con los demás. Pienso, asimismo, que este comportamiento es de tan importante que ya no se puede separar la vida humana del grupo humano. Lengua y sociedad forman un todo imbricado e indisoluble. Enseñar a hablar es enseñar a pensar y enseñar a convivir. La tendencia natural, genética, de un niño es aprender cualquier idioma el que sea, no importa su complejidad.  


La habilidad para conseguir comunicarse verbalmente en los niños es muy elevada. En grupos donde conviven otros con idiomas diferentes, los niños no ven entorpecida su amistad, los juegos comunes y la compresión de las emociones, deseos o sentimientos de los otros. Enseguida desarrollan códigos de comunicación eficientes. La apertura a otras lenguas, el estímulo de comunicación de personas que hablan otros idiomas, la postura receptiva a comprender lo que otro te dice sea lo que sea, se almacena como un recurso de concordia, de socialización, de solidaridad y de amor por los demás que trasciende el contenido del lenguaje.


Por eso, yo creo, que prohibir una lengua, impedir que los niños la hablen o se comuniquen utilizándola, estigmatizar a sus hablantes, es castrar su intelecto. Es grabar en su conocimiento y emociones un mensaje de odio, de intolerancia, de separación emocional. El niño, el hombre, necesita descifrar, traducir, comprender cualquier lengua que le resulte desconocida. Los jeroglíficos egipcios fueron durante años un enigma para la humanidad entera. Hoy hay costosísimos sistemas de escucha y transcripción casi inverosímil de cualquier señal extraterrestre.

¿Cómo se le puede decir, pues, a un niño: no esa lengua no se puede hablar? Por mucho que traten de justificar la inmersión lingüística las autoridades catalanas, los niños educados en ese sistema son individuos educados en la prohibición anti-natura, en el odio discriminatorio, de lo español y de todos los individuos que hablen tal lengua, en el egoísmo y en la insolidaridad selectiva.


Quiero imaginar, que a pesar de lo perversa que puede ser la naturaleza humana a veces, un hombre que hablase todas las lenguas del mundo, sería un hombre de paz. Si queremos que nuestros hijos sean personas con más recursos, si queremos una sociedad más justa, si queremos un mundo sin fronteras, enseñemos a hablar cuantas más lenguas mejor. Sembremos la semilla que haga que todos los seres humanos del mundo tengan la capacidad de entenderse entre ellos, de amarse y de necesitar la compañía de los otros, sean los que sean, hablen como hablen.


José Carlos Morenilla.

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