Valencia se ha ido transformando en los últimos años. No creo que haya habido ciudad en el mundo que no lo haya hecho. El crecimiento urbano de Valencia hacia la periferia ha cubierto con su piel de asfalto y cemento los espacios agrestes, los de huertas, o los pequeños núcleos habitados de sus alrededores. Pero esto no es algo exclusivo de nuestra ciudad. La sociedad humana está enferma de “Urbanosis” y los pobladores del campo se desplazan a las ciudades abandonando hogares, tierras de cultivo y formas de vivir y sentir ancestrales. Las culturas autóctonas quedan ancladas en pasados abandonados y se transforman en las grandes urbes contaminándose con los usos y costumbres “urbanitas” homogeneizados por la globalización.
Valencia no ha crecido mal. No está rodeada por barrios o suburbios oscuros poblados por desertores de otros lugares sin esperanza. La piel con que ha mudado, como una serpiente que ya no cabe en la antigua, la ha hecho más atractiva. Valencia parece una ciudad moderna; comunicada por vías rápidas de circulación; con un porcentaje razonable de zonas verdes; con arterias que atraviesan las zonas más pobladas permitiendo un desplazamiento suficientemente ágil de uno a otro punto; y con una red de metro que enlaza casi cualquier lugar de la ciudad con zonas periféricas y extraurbanas con eficiencia...
Pero, ¿qué ha sido de su alma? Cuando Joaquín Sorolla, del que hemos de suponer que amaba a Valencia, trató de reflejar su espíritu en la conocida serie de cuadros encargados por una sociedad neoyorquina, reflejó unas imágenes de nuestra ciudad que podrían considerarse el resultado de una moderna resonancia magnética del momento. ¿Qué queda de aquello?
Un bonaerense no sólo tiene conciencia de ser argentino, tiene sobre todo orgullo y pasión por ser ciudadano de Buenos Aires. Un madrileño, aunque apenas haga diez años que habita en la ciudad que es capital de España, se siente orgulloso, se ha transformado y puede que hasta haya adquirido la controvertida chulería de “Madrí”. Con un poco más de exigencia residencial, el ciudadano de Barcelona, es catalán tal vez, pero sobre todo es barcelonés. Podría seguir interminablemente con París, Moscú,…
Y esto es así porque las ciudades las hacen sus gentes, no sus gobernantes o alcaldes. No quiero privar a las autoridades de nuestra ciudad de su mérito en el encauzamiento de la iniciativa privada que ha hecho crecer nuestra ciudad, pero cuando han intentado hacer “patria” han fracasado estrepitosamente porque han dado la espalda a los ciudadanos. En vez de permitir que la gente viva como quiera, se han inmiscuido en sus usos y costumbres. Nos han construido una “Ciudad de las artes y las ciencias” que en nada tiene que ver con lo valenciano. Es como si, resignados a reconocer que Valencia no tiene suficiente atractivo por sí misma, hubieran decidido construir una Pirámide de Egipto para ponernos en el mapa y de paso perpetuar su “reinado”. Y así, un despilfarro tras otro. Ahora los valencianos estamos en boca de todos, pero por despilfarradores y otros epítetos aún más vergonzantes.
Cuando España surgió de la niebla de la dictadura franquista, Valencia era prácticamente la única zona económica de España autosuficiente. ¿Qué ha sido de aquella riqueza secular? Eso es lo que tendrían que haber defendido nuestros gobernantes. Entonces, las regiones se convirtieron en Autonomías con una gran descentralización de la burocracia y el poder estatal para acercar servicios públicos eficientes al ciudadano. Para ello, parte del presupuesto nacional se transfirió para su administración por las autoridades autonómicas. Y ahora, cuando nuestra Comunidad y nuestra ciudad se encuentra entre las más endeudadas de España, cabe preguntarse, ¿qué ha sido de aquellos fondos?, ¿por qué debemos tanto?, ¿con qué vamos a pagar?.
También fue entonces cuando se crearon las televisiones autonómicas con el fin de preservar el espíritu genuino, los elementos característicos de cada Autonomía, su propia cultura, su propia lengua, los que la que la tuvieran, el registro cultural de sus núcleos de población más aislados y pequeños. Habían de ser el contrapunto a la creciente invasión cultural de la globalización. La construcción de una España nueva, o para que lo entendamos, la integración en una Europa unida, no puede hacerse sacrificando la idiosincrasia y cultura propia. ¿Qué ha sido de nuestra televisión autonómica? ¿Dónde están los miles, millones de minutos de imágenes, sonidos y grabaciones de toda esa cultura en peligro de extinción? No es razonable decidir y explicar el cierre de un ente como RTVV con la sola justificación de que no era económicamente sostenible. Es como si un capitán de barco se excusara ante su hundimiento diciendo que tenía vías de agua imposibles de tapar; pero ¿quién lo condujo negligentemente hasta los arrecifes? ¿Quién permitió que encallara para ya nunca poder ser rescatado?
Así que cabe hacerse, resumiendo, todas estas preguntas:
¿Qué ha sido del alma de Valencia?, ¿qué queda del orgullo valenciano que se refleja en los cuadros de Sorolla?
¿Qué ha sido de nuestra riqueza, dónde está nuestra independencia económica, el bienestar de nuestra gente, el futuro de nuestros hijos en nuestra tierra?
¿De dónde vamos a sacar el dinero para pagar tan ingente deuda?, ¿qué fue del dinero de nuestros impuestos pagados con tanto sacrificio?
¿Dónde están los registros de nuestra cultura?, ¿dónde está el ente que debía retener y propagar nuestra lengua, la valenciana?
Por ahora, la respuesta es terrible, basta sintonizar el canal de televisión por el que emitía la RTVV para encontrarla:
SIN SEÑAL.
¡Y cómo duele!
José Carlos Morenilla
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