jueves, 20 de junio de 2013

Luciano, tirador de primera


Durante los años que duró mi adolescencia asocié a la Guardia Civil con la dictadura, régimen político que se me antojaba opresor y perpetuo. Como aún no se había despertado en mí el espíritu libertario de lucha por la democracia, escuchaba con la boca abierta las historias que el abuelo de mi mejor amigo nos contaba las tardes que acudía a su casa para hacer los deberes.

El abuelo Luciano había sido guardia  civil mucho antes de la República, de la Guerra y de la dictadura. Sus historias me resultaban emocionantes porque hablaban de tiempos pasados, de situaciones tan diferentes a las que vivíamos que parecían relatos de otros mundos contados por un protagonista.

Recuerdo hoy una:

 
Presumía  el abuelo Luciano de que en su juventud había sido tirador de primera, lo que suponía un grado en el Cuerpo, que así es como llaman  hoy y entonces, sus miembros a la Guardia Civil. Cobraba un poquito más de sueldo y se le entregaba el mejor fusil del cuartel.
A las fiestas del pueblo acudían cada año, como aún se hace ahora, algunos feriantes que con sus atracciones distraían a la gente que salía a pasear con sus mejores ropas. Me sorprendió que contara que en aquella época era habitual que en las casas, alejadas o no, del núcleo urbano, casi todo el mundo tenía una escopeta de caza. Todos presumían de ser buenos tiradores, infalibles cazadores y cosas por el estilo.
Uno de los feriantes montaba este increíble y bárbaro espectáculo aún para los tiempos en que me lo contaba. El asunto consistía en que en un rincón de la plaza sobre el que no recaían puertas ni ventanas, el feriante enterraba un pollo vivo del que sólo sobresalía el cuello. A veinticinco pasos del infortunado animal había hecho una raya en el suelo y ofrecía una escopeta de caza con la propuesta de que quien consiguiera matar el pollo se lo llevaba a casa para comérselo. Recuerdo que por aquel entonces era habitual que en los patios o en los corrales, las familias pudientes criaran pollos y conejos para su propio consumo, es decir, se mataban en casa.

Cobraba una peseta por cada disparo, no recuerdo con exactitud la cantidad, pero era mucho menos de lo que valía un pollo. La escopeta debía estar trucada, como podemos suponer, porque ninguno de los expertos tiradores consiguió dar en el blanco. Contribuía a tal fracaso, que el pollo en cuestión, que ya había sobrevivido a varios centenares de fusilamientos, en cuanto se hacía el silencio expectante previo a un disparo, encogía el cuello, hasta ese momento estirado, y de su enrojecida cresta y erizadas plumas de colores sólo sobresalía del agujero el pico.

Después de numerosas intentonas, un defraudado tirador empezó a acusar al feriante de haber amaestrado al pollo para así estafar a sus clientes. A tanto llegó la refriega que la gente llamó a la guardia civil, de la que una pareja siempre estaba presenten todos los actos en que se reunían  los vecinos. Ante los guardias, el feriante juraba y perjuraba que eso no era cierto, que si querían cambiaba el pollo. Pero el tirador, esta vez apoyado por la muchedumbre insistía en que había trampa. Al fin, una voz ansiosa de más espectáculo y con  ganas de reventar la atracción gritó: ¡que tire la guardia civil! Los guardias se negaron en redondo pero la algarada continuaba.

El sargento que estaba con su familia en la feria al ver el cariz del asunto intervino para decir: a ver Luciano, averigua si el pollo está amaestrado o no.

Luciano, que por su trabajo ya se había percatado del truco desleal del feriante, estaba seguro de que la escopeta estaba trucada. Por los disparos que había visto sospechaba cuál era la desviación, pero el asunto seguía siendo difícil, y sobretodo comprometido delante de todo el pueblo.

Estaba en un aprieto. Su sargento lo miraba con algo de sorna. El tumulto se trocó en expectación.

Si disparaba con la escopeta tendría que detener al feriante, pues no podría ocultar el desvío intencionado, acertase o no. Así que dirigiéndose al responsable del espectáculo le explicó que la guardia civil de servicio no podía disparar con más arma que la suya reglamentaria. Respiró aliviado el feriante a la vez que se despedía del leal colaborador que hasta ese momento le había ayudado a ganarse el sustento. La gente no estaba muy convencida, pero como se trataba de averiguar si el pollo estaba amaestrado, nadie puso reparos. Descabalgó de su hombro Luciano el chopo, que así se llaman los fusiles de los guardias civiles, y apuntó con cuidado. Se hizo un silencio casi sepulcral. La imagen de un guardia civil con el arma apuntada a punto de disparar era una de las pesadillas recurrentes de todo vecino con uso de razón. Acertar con una bala a veinticinco pasos es mucho mas difícil que con un arma de perdigones, amén de las habilidades conocidas del blanco. Sonó un estampido seco y la cabeza del pollo salió despedida en pedazos del agujero donde el desesperado animal la escondía. Asintieron las gentes, no había duda el tramposos pollo se lo merecía. Entre compungido y aliviado, el feriante sacó el pollo del agujero y se lo entregó al guardia. A continuación sacó otro de una jaula, lo puso en la misma tesitura y los desanimados tiradores recuperaron su esperanza de acierto, ahora que el tramposo amaestrado había sido ejecutado por la Guardia Civil.
Luciano estaba contento, esa noche su mujer y sus hijos cenarían pollo, pero el sargento se le acercó y le dijo: dile a tu mujer que cocine el pollo, que esta noche junto con tu pareja voy a cenar a tu casa. La pareja era el otro guardia se entiende.

Así que la mujer se esmeró en cocinar el pollo decapitado y logró sustraer algunos trocitos que junto con las abundantes patatas fue lo que cenó la familia en la cocina. Mientras en el comedor, a puerta cerrada, el sargento y los dos guardias daban buena cuenta del resto del pollo. Una vez concluida la cena el sargento, le dijo a Luciano: bien hecho, pero si hubieras fallado y dejas mal al cuerpo te meto un paquete del que te acuerdas toda la vida. Eso sí, el precio de la bala te lo descuento de tu sueldo del mes que viene. Y dicho esto se termino el vino de un trago y se fue sin despedirse de nadie de la casa.

Esa era la guardia civil del abuelo Luciano. Un cuerpo sin amigos ni dentro ni fuera, donde la disciplina y la obediencia estaban por encima de cualquier consideración legal o reglamentaria.
Antes de juzgar si era bueno o malo, hoy comprendo que era necesario en una España que sobrevivía sorteando las normas y defendiéndose de una Ley que ignoraban y no consideraban propia, sino una imposición opresiva.

¿Qué queda de aquello? ¿Qué pensamos hoy de la Ley? ¿La cumplimos de corazón o seguimos necesitando aquellos guardias?.
 

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