Luis, le llamaré Luis por darle un nombre, era el gallito de la calle, el chico más roncoso del barrio, un bocota, un verdadero bocota, y un fanfarrón. Ninguno de su edad, de los que andaban con él, le había podido y hasta con mayores se atrevía. Desde que dominó a Guillermo, le llamaré Guillermo, no había quien le metiera roncas ni se le podía aguantar. Era el que mandaba en las partidas y se entretenía en asustar a las chicas del barrio. Al pobre Paco lo tenía dominado, lo que se dice dominado; le mandaba hacer toda clase de barbaridades y hasta cochinerías, y el pobre Paco como estaba dominado, las hacía sin chistar. Se metía en todas partes y su frase era: ¡A callar se ha dicho!
- ¡Si no callas te hincho los papos de un revés!... le decía al que se descuidaba.
Era un mandón. Y como pesado, ¡vaya si era pesado!
Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía sino darle papuchadas, diciéndole:” Enrique ¡infla!” y Enrique inflaba los carrillos y él le daba un sopapo y se reía.
¡Le teníamos todos una rabia!
Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar roncas, esperando y acechando ocasión y diciéndose: “¡dejarlo, ya caerá ese roncoso!” Y los del barrio le azuzaban diciéndole, “¡chápale, chápale!” como a un perro y yéndole con cuentos y recaditos a la oreja:
- ¡Dise que le tienes miedo!
- ¿Yo? Sí… miedo…
- ¡Dise que te puede!
- Sí, ¡las ganas!
- Dise que como rebolincha…
Se encontraron el campo una mañana tibia de primavera; había llovido la noche antes y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba en el cuerpo la savia, los brazos les cosquilleaban pidiéndoles moquetes, y sus acompañantes barruntaban en sus corazones morradeo.
Cuando los chicos se zurran es que el cuerpo les pide zurra, y lo que parece motivo no es sino el pretexto que ese prurito busca; La voluntad inventa los motivos. A Luis y Guillermo el cuerpo, envuelto en primavera, les pedía cachetes.
Sobre si fue el uno o el otro quien derribó un escarabajo de una pedrada se trabaron palabras. Mas sabido es que, según Tirso de Molina, los vizcaínos somos cortos de palabras, pero en obras largos.
El escarabajo estaba en el suelo, panza arriba, suplicando paz con el pateo de sus seis patitas, esperando a que por él y sobre él se decidiera la hegemonía del barrio.
- ¡Sí, tú…, tú echar roncas na’a más no sabes!...
- -¿Yo?, ¿roncas yo?, si te doy uno…
Hacía como que se iba, con un desdén solemne, y luego volviendo:
- ¡Calla y no me provoques!
- - ¡Aivá!, provoques…. – exclamó uno de los mirones -, provoques ha dicho… provoques…, ¡qué farolín!..., ¡pa’a que se le diga! …
Se burlaba del vocablo y le azuzaba. Y empezó el general azuzamiento:
- ¡Anda, pégale!
- ¡Chápale a ése!
- ¿Le tienes miedo?
- ¿Miedo yo?
- ¡Mójale la oreja!
- - ¡Tírale saliva!
- ¡Llámale aburrido!
- - ¡Provócale, anda, provócale!
Todos soltaron una risa al oír el “¡provócale!”, que les sonaba cómico: Luis se puso colorado y se acercó a imponer un duro correctivo al burlón.
- ¡Déjale quieto! – le gritó Guillermo.
- ¡Y a ti también si chillas mucho!
- ¿A mí?
Luis le dio un empellón, devolviéndoselo Guillermo; siguió un moquete, y ya estaba armada. Los dos mirones saltaban de gusto, y uno de ellos se puso a rezar por Guillermo, diciendo a media voz: “Ojalá gane Guillermo…, ojalá gane Guillermo, ojalá amén…, ojalá gane…, ojalá gane..”
Se separaban para dar vuelo al brazo y descargaban así con más brío. Al principio llevaban la mano a la parte herida y se tomaban tiempo para devolver el golpe; después, calentados ya y enardecidos, sólo se cuidaban de dar y no recibir; menudeaban embistes sin darse reposo. Y el rezador seguía: Ojalá gane…, ojalá gane…, ojalá gane…”
- ¡Échale la zancadilla!
Cayeron, al fin, al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al escarabajo que imploraba paz con sus patitas, Guillermo sujetó con las rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, él, resudado, roja la faz, irradiándole alegría e ira los ojos, le decía entre dientes: “¿te rindes?” “¡No!”, contestaba el otro con voz ahogada, y él le descargaba un puñetazo en los hocicos. “¿Te rindes?” “¡NO!” Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangre.
En ese momento uno de los mirones exclamó: ¡Agua…, agua…, agua!” Era el alguacil, que venía el muy pillo cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verlo abandonaron todos el campo, echando a correr. Y el alguacil, al ver que se le escapaba la presa, amenazábales desde lejos con el bastón.
Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo, y sin hacer caso del que le repetía: “¡he rezado por ti!, ¡he rezado por ti!” Poco después entró el vencido, sangrando por la boca y las narices, embarrado, hosco y murmurando:”¡Ya caerá, ya caerá!” ¡Y qué corte rodeó desde aquel día a Guillermo!
Así nos educábamos en el sentimiento de justicia, del desquite, que se reduce a esto: ¿Me pega? ¡Le pego y en paz!
De aquí dicen que salió el castigo, que no es sino una pura reacción, como el estornudo. Ofende un granito de polvo a la laringe y ésta le castiga estornudándole.
Este relato, evidentemente, no es mío. Nunca pretendí en estos “cuentos” ser siempre el autor.
Este texto es de Don Miguel de Unamuno, lo podréis encontrar en el capítulo XII de su libro “Recuerdos de niñez y mocedad”, editado por Espasa Calpe en su colección Austral.
Relata hechos que debieron suceder allá por el año 1873, y por la alusión que hace de los vizcaínos, Guillermo debió ser él.
Ante todo es un placer, citar a tan respetado personaje cuyo primer empleo fue el de profesor de latín, antes de ser Catedrático de griego y Rector de la Universidad de Salamanca.
En un tiempo en que las polémicas sobre la Educación están a flor de piel, he querido traeros con todo su realismo, cómo era la vida de aquellos niños, nuestros compatriotas de hace más de un siglo, porque no estoy muy seguro de si la educación en valores que tanto cacareamos, nos ha hecho más civilizados y pacíficos o más dóciles, cobardes e incapaces de defender nuestros derechos ante la agresión ajena.
José Carlos Morenilla.
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