lunes, 24 de junio de 2013

La caja

 
Aunque soy de naturaleza racional y poco dado a creer en cosas raras, treinta años después, aún no he decidido si esta historia es cierta.

Fue durante la celebración de mi último día como sargento de la IMEC (instrucción militar escala de complemento), que era como hacíamos la mili los estudiantes universitarios. Fue una tarde de alegría y despedidas. Estábamos en uno de los garitos de los alrededores del cuartel, un rincón reservado a los suboficiales, que para algo servía el rango.
 
No sé cuántas cervezas llevaríamos ya cuando Ricardo se puso especialmente serio y casi tembloroso:
 
-Voy a contarte algo que nunca he dicho a nadie. Tienes que hacerme un favor, yo soy incapaz, ¡tienes que devolvérselo!
Y, con un gesto nervioso casi histérico, me largó una cajita de metal, como las que se usan para regalar una cosa pequeña.
-Vale, vale. Tú me dirás a quién.
Cogí la caja y la puse en mi bolsillo. Seguramente sería para alguna chica de quien el bueno de Ricardo no podía despedirse. Como los marinos, los soldados jóvenes, aunque sean provisionales como nosotros, también tienen un amor en cada destino.
-¡No! ¡No! ¡Tienes que escucharme!
 
Y se puso blanco, temblando de pies a cabeza. Y aunque me miraba fijamente, su mirada me traspasaba como si fuera de cristal. Me asusté muchísimo, era la primera vez que lo veía así.
 
-Pero ¿Qué te pasa, hombre?, exclamé.
Después, como seguía aferrándome de los hombros con la intensidad de un loco, le dije:
-Vale te escucho.

Y esta es su historia.


 Fue en el segundo campamento, empezó a contarme. Después de una marcha nocturna nos metieron otra vez en clase y nos pusieron como ejercicio que señaláramos en el mapa topográfico nuestro recorrido y los lugares de descanso. Formábamos equipos de cuatro y la nota sería común. Apenas habíamos empezado a trabajar, cuando el coronel Montaner me llamó.
- Ricardo, acérquese a mi casa y tráigame mis planos topográficos  que he dejado en una carpeta de cuero que hay encima de la mesita de la entrada. Y ¡no se entretenga en mirar el itinerario o les pongo un cero a los cuatro!
- ¡A la orden de vuecencia, mi coronel! Y salió disparado.
 
Al Coronel Montaner le gustaba  dar clase a los IMEC, y sobretodo, martirizarlos con marchas nocturnas y otros alardes de su buena forma física. Como jefe del regimiento, no sólo tenía una de las casas asignadas a los oficiales dentro del recinto de  las instalaciones militares, sino que, cosa extraña ya, vivía en ella. La casita de planta baja estaba separada de la explanada de instrucción por tan sólo un seto. La entrada era por detrás, y frente a la puerta, oculto de las miradas de los reclutas, había un pequeño parterre con dos bancos de piedra y cuatro limoneros. Nunca cerraba con llave, lo que obligaba a la patrulla de  guardia a estar muy alerta. Tras la puerta de entrada un amplio recibidor, adustamente amueblado, daba paso a cuatro estancias, un amplio comedor salón, el despacho y dos habitaciones.
 
Cuando Ricardo traspasó el umbral la casa estaba a oscuras. Sólo la  iluminaba el escaso resplandor de los focos que alumbraban el cuartel de trecho en trecho. A pesar de ello, reconoció enseguida la mesita y sobre ella el portafolios de cuero. Se acercaba rápidamente  a recogerlo cuando una de las puertas se abrió. Bajo el quicio, lo llamaba una mujer bellísima, tan sólo vestida con un camisón casi transparente que dejaba recortada su silueta desnuda al contraluz del extraño resplandor que inundaba la habitación a su espalda.

Ricardo no sabía qué hacer. Debía volver enseguida a ayudar a sus compañeros en el ejercicio, y además le sorprendía enormemente la presencia de aquella mujer, pues sabía que el Coronel era viudo y vivía sólo. Por otra parte aquella visión era casi hipnótica, la joven, pues aparentaba pocos años más que él, representaba la imagen de mujer que él siempre había soñado…

Contra todo su instinto de peligro, con el portafolios en la mano, se dirigió hacia ella. Ésta se limitó a apartarse para dejarle pasar. La estancia estaba iluminada con una intensa luz blanca, a la derecha había una cama rodeada de un bello dosel vestido con unas gasas tenues, casi transparentes. A la izquierda una cómoda baja con un gran espejo. Como si deslizara con los pies desnudos sobre el suelo, la joven, se acercó a la cama y cogió un cepillo del pelo que estaba sobre ella. Después, dejando absolutamente boquiabierto a Ricardo con su belleza, sentóse frente al espejo y le ofreció  el cepillo:
 
- Por favor, cepíllame el pelo que sin eso no puedo descansar.
- No tengo mucho tiempo, pero intentaré hacerlo lo mejor que sepa. Es algo que no he hecho nunca.

Desde el espejo, el rostro de la joven lo miraba. Ricardo no podía apartar la mirada de sus pechos, claramente visibles bajo el camisón transparente. Pasaba una y otra vez el cepillo por el pelo hipnotizado por tan extraordinaria visión. Poco a poco al principio, pero más acusadamente después, el rostro de la mujer fue envejeciendo. Ricardo salió de repente de su trance y quedó aterrado. Soltó el cepillo que cayó al suelo sin hacer ningún ruido y trato de ganar la puerta. Pero ella lo detuvo y se puso a llorar:
 
- Por favor, continúa.
- Pero señora, tengo mucha prisa.
- Nadie te reprenderá por ello, nadie notará tu ausencia. Hace tanto tiempo que espero… con tu ayuda tal vez hoy pueda descansar por fin.
- Mire, le prometo que volveré mañana…Dijo tratando de liberarse.
- Mañana no existe, ni ayer tampoco. Hoy es un tiempo interminable.
- El Coronel Montaner me espera. .. explicó.
- Yo soy la mujer del Coronel Montaner.
- No puede ser. Es viudo. Su mujer está muerta. Dijo Ricardo apunto de salir corriendo.
- No temas. Nada tengo contra ti. En realidad te estoy muy agradecida. Hoy, descansaré para siempre si eres tan valiente como creo. Hace ya mucho tiempo que espero, en un mundo sin tiempo. Debes cepillarme el pelo hasta que mi cabello se convierta en ceniza y mi cuerpo desaparezca en un suspiro para siempre.
 
Ricardo, presa de un arrebato de locura y sintiendo un lazo irrompible con la extraña desconocida, siguió cepillando el pelo que fue cambiando de color: del rubio al gris, después se hizo plateado y  al final blanco. Al mismo tiempo, la imagen del espejo iba envejeciendo mientras su sonrisa se hacía más amplia. Al final, se vio a sí mismo cepillando al aire, mientras sobre el respaldo de la silla estaba caído el camisón.
 
Con un grito ahogado, soltó el cepillo y salió corriendo.

Mientras se acercaba a toda la velocidad de que eran capaces sus piernas hacia la clase, pensaba en la excusa que daría por la tardanza. ¡No podía contar aquello!
Pero al entrar, mientras él sacudía disimuladamente el polvo adherido al portafolios, el Coronel le dijo:
 
- ¡Caramba!. Apenas un minuto, sería un buen oficial de enlace si aún se llevaran los mensajes corriendo.

Al día siguiente, Ricardo indagó sobre la vida del Coronel. Hacía mucho tiempo que estaba destinado en el regimiento. Desde que era teniente. Toda su carrera la había hecho en el mismo destino, lo que es extraordinario en un militar. El mando había respetado su decisión. Contaban que cuando llegó al cuartel, era un recién casado. Hombre guapo, un poco altanero y presumido. Su mujer era bellísima y estaba profundamente enamorada. Un día, en un alarde sin sentido, dicen que le fue infiel con la mujer de otro oficial, persona provocadora y voluptuosa. Hubo un escándalo y casi un duelo. El otro pidió el traslado, cosa que ya había tenido que hacer en otras ocasiones. Pero su mujer no pudo superarlo. Se negó a comer, y fue consumiéndose poco a poco hasta que murió. Dicen que en su lecho lo llamaba: “cepíllame el pelo como antes y dime que me amas, para que pueda marchar en paz”. Pero él, en un mar de lágrimas, fue incapaz de hacerlo. Fue incapaz de permitir que se marchara.
 
Alguna noche, bebiendo más de una copa con sus más íntimos el coronel les había confesado: “No puedo irme, siento que sigue aquí”.

Algunos días después, Ricardo abrumado por la historia, aprovechó una ausencia del militar, para colarse secretamente en su casa. La habitación estaba cerrada con llave. Rebuscó por toda la casa, arriesgándose a algo más que a un arresto si era descubierto. En uno de lo cajones del despacho encontró una cajita que contenía un llavín. Probó y la puerta se abrió con dificultad, como si hiciera mucho tiempo que no lo hacía. A la luz que entraba del recibidor vio los muebles que ya conocía. Con espanto, observó que lo que creía una gasa que envolvía el dosel era una tupida telaraña, ¿cómo había podido atravesarla la mujer? Todo estaba cubierto de una espesa capa de polvo. Sobre el respaldo de la silla, no obstante estaba el camisón y caído en el suelo, el cepillo. Con perplejidad observó que sobre la cómoda, aún se notaba la marca que el portafolios había dejado. Aterrado, cerró de un portazo y  salió corriendo.
No fue hasta unos días después que encontró un el bolsillo la caja con el llavín. Iba a tirarlo, achacando todo lo sucedido a una pesadilla, cuando observó aterrado que en uno de los botones de su uniforme había enredado un pelo larguísimo de color plateado. Con mano temblorosa lo desenredó y lo guardó en la cajita.

Y esa caja era la que me había dado.
- ¡Ves! ¡Devuélvele su pelo!¡Yo no he sido capaz!

Olvidé esta historia sin darle mucha importancia cuando nos separamos. El alcohol puede provocar estos estados. Pero casi quince años después encontré la caja entre mis recuerdos y al abrirla no pude sino sentir un escalofrío.

Volví al cuartel. Ya no existía. Había sido demolido. Ahora era un parque, sin embargo en un rincón encontré un viejo parterre que tenía los dos bancos de piedra y los cuatro limoneros. Con emoción abrí la caja y con mucho cuidado dejé que el viento se llevara el pelo. Lo miré hasta que desapareció. Conservé la caja y su llavín en memoria de mi amigo y de su extraña desconocida.

Entonces me di cuenta de que los cuatro limoneros estaban llenos de flor. Sé que los limoneros hacen flor todo el año, pero era un día plomizo de Octubre… ¿Estaban así cuando llegué?.


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