Desde el 28 de Junio del 2006, en que se admitió a
Montenegro como miembro de pleno derecho de la ONU, son 192 los países que
forman parte de ese organismo internacional que es como el registro oficial de
países del Mundo. Hay otros territorios, regiones o países en estado de
construcción que se asoman al foro de Naciones Unidas como observadores. El
último en alcanzar este status ha sido Palestina.
jueves, 20 de diciembre de 2012
sábado, 15 de diciembre de 2012
TOROS Y VACAS
Como a los toros los matan pronto, los ciudadanos hemos decidido ser vacas.
Pacemos plácidamente. Cuando se acaba el pienso de nuestros pesebres rumiamos inquietas mientras regurgitamos las hebras de pienso pastoso y medio digerido de nuestros gruesos estómagos.
Al anochecer es posible que hagamos el esfuerzo de desplazarnos apenas medio metro hacia atrás para tumbarnos sobre nuestras heces a dormir. Nuestras oprimidas barrigas entonces empujan más fácilmente el pasto que rumiamos sin parar. Al amanecer, nueva paja y grano cae frente al hocico, y entre baba y mocos, comemos apresuradamente. Entonces mugimos, nos quejamos de lo escaso de la ración, del sabor o del olor. Y nuestros mugidos, a veces, se multiplican por el establo en el que vivimos. Son una especie de concierto bajo y desafinado que enmudece y retorna, sincopado e inútil.
Pacemos plácidamente. Cuando se acaba el pienso de nuestros pesebres rumiamos inquietas mientras regurgitamos las hebras de pienso pastoso y medio digerido de nuestros gruesos estómagos.
Al anochecer es posible que hagamos el esfuerzo de desplazarnos apenas medio metro hacia atrás para tumbarnos sobre nuestras heces a dormir. Nuestras oprimidas barrigas entonces empujan más fácilmente el pasto que rumiamos sin parar. Al amanecer, nueva paja y grano cae frente al hocico, y entre baba y mocos, comemos apresuradamente. Entonces mugimos, nos quejamos de lo escaso de la ración, del sabor o del olor. Y nuestros mugidos, a veces, se multiplican por el establo en el que vivimos. Son una especie de concierto bajo y desafinado que enmudece y retorna, sincopado e inútil.
miércoles, 12 de diciembre de 2012
H A M B R E
“Y, sin embargo, se mueve”, susurró para sí Galileo cuando se libró del tribunal de la Inquisición que le obligó a tragar, en contra de sus observaciones, que la Tierra permanecía quieta, mientras el Sol era el que se movía a su alrededor. Ahora sabemos, gracias a él, que es la tierra la que gira, pero además, hemos descubierto que también el Sol se desplaza y que todo el universo conocido se mueve.
No sabemos, y tal vez no sabremos nunca, el porqué de esa propiedad tan comprometedora de todos los cuerpos: no hay ninguno que esté quieto. Lo que no podía imaginar Galileo, es que al movimiento humano lo mediríamos en kilocalorías.
Cada una de nuestras inquietas células titilan como las estrellas del cielo; palpitan mientras cumplen sus funciones con la armonía necesaria para que podamos correr, mirar, pensar o sonreír. Y cada una de estas acciones tan humanas, cada uno de los segundos de ese ballet celular, consume una energía que debemos encontrar fuera de nosotros mismos.
Así que, el astuto inventor de la materia de que estamos hechos, nos condenó a la dependencia kilo-calórica y, en una despótica intromisión en nuestro destino, no permitió que el alma, el intelecto, el arte o la poesía, puedan sustraerse al tormento de esta dependencia: el hambre. Porque, por mucho que queramos elevar nuestro espíritu por encima de cuestiones materiales, sin alimento el ser humano muere. Y no hay tortura mayor o que comprometa más a todo nuestro ser, que morir de hambre. Así, mecanismos incontrolables de nuestro organismo, espoleados por el hambre, modifican nuestra percepción de la realidad, nuestro gusto, nuestro metabolismo y, como no, nuestro intelecto.
Esta dependencia, este horror, habita dentro de nosotros y nos esclaviza sin remisión. La familia, la tribu, las primeras sociedades humanas, los países, las naciones y alianzas, nacieron para facilitar la satisfacción de esa necesidad vital. Rebaños, cultivos, graneros, especias, mercados, monedas, transportes,…y hasta nuestros más sofisticados sistemas de envasado y refrigeración, se inventaron para conseguir un suministro seguro de alimento, que debe llegar a cada uno de nosotros.
¿Cómo, pues, en el siglo en que el hombre se propone llegar a los más alejados confines del sistema solar, es posible que haya millones de seres humanos que mueran de hambre?¿Qué pensaría Galileo de quienes, mereciendo su admiración por nuestros conocimientos, apenas hemos avanzado en nuestra compasión por los demás?
Con espanto veo cómo hay hombres que negocian con el tormento de otros hombres; que someten a sus semejantes por un plato; que permiten el espectáculo del menesteroso para que sirva de “ejemplo”; que comercian con la muerte; que en vez de aplicar las matemáticas para desentrañar los secretos del cielo, las utilizan en una danza macabra de cifras económicas para justificar el sufrimiento y el hambre.
No acepto el castigo; no acepto el pecado; no acepto el paraíso. No acepto que nadie bueno, y Dios lo es, haya podido condenar a la especie humana a la obligación individual de “ganar el pan” con un esfuerzo sin cuantificar. No acepto, pues, justificar el hambre con el pecado, ni con la falta de “esfuerzo”. No quiero un paraíso para los hambrientos, después de su espantosa muerte. No quiero olvidar el dolor de hoy, por el pan de mañana.
Y el hambre, que implica a todo nuestro ser, nos obliga a mostrar el espanto de su suplicio. Un niño somalí no necesita saber interpretar: su rostro, sus ojos, todo su ser lanza un mensaje imposible de ignorar. Todo su naciente y agonizante yo, muestra una imagen que está cruelmente diseñada para pedir auxilio y, aunque no queramos, nos alcanza en el corazón y despierta en nosotros la solidaridad, inexcusable en quien no está libre del horror.
Y pienso que, tal como el arte no sería posible sin la catarsis, este espectáculo, esa interpretación fisiológica tan atroz, no tendría sentido si no estuviera destinada a poner en marcha los mecanismos de su solución.
Por eso creo, que a medida que el mundo se encoge con la globalización, y los hombres ya no podemos ignorarnos los unos a los otros, no será la violencia ni la revolución, sino el ineludible y cruel espectáculo de los que sufren, lo que nos haga capaces de hacer desaparecer este espanto, de cualquier rincón de nuestro pequeño Mundo.
Imágenes obtenidas en Google
No sabemos, y tal vez no sabremos nunca, el porqué de esa propiedad tan comprometedora de todos los cuerpos: no hay ninguno que esté quieto. Lo que no podía imaginar Galileo, es que al movimiento humano lo mediríamos en kilocalorías.
Cada una de nuestras inquietas células titilan como las estrellas del cielo; palpitan mientras cumplen sus funciones con la armonía necesaria para que podamos correr, mirar, pensar o sonreír. Y cada una de estas acciones tan humanas, cada uno de los segundos de ese ballet celular, consume una energía que debemos encontrar fuera de nosotros mismos.
Así que, el astuto inventor de la materia de que estamos hechos, nos condenó a la dependencia kilo-calórica y, en una despótica intromisión en nuestro destino, no permitió que el alma, el intelecto, el arte o la poesía, puedan sustraerse al tormento de esta dependencia: el hambre. Porque, por mucho que queramos elevar nuestro espíritu por encima de cuestiones materiales, sin alimento el ser humano muere. Y no hay tortura mayor o que comprometa más a todo nuestro ser, que morir de hambre. Así, mecanismos incontrolables de nuestro organismo, espoleados por el hambre, modifican nuestra percepción de la realidad, nuestro gusto, nuestro metabolismo y, como no, nuestro intelecto.
Esta dependencia, este horror, habita dentro de nosotros y nos esclaviza sin remisión. La familia, la tribu, las primeras sociedades humanas, los países, las naciones y alianzas, nacieron para facilitar la satisfacción de esa necesidad vital. Rebaños, cultivos, graneros, especias, mercados, monedas, transportes,…y hasta nuestros más sofisticados sistemas de envasado y refrigeración, se inventaron para conseguir un suministro seguro de alimento, que debe llegar a cada uno de nosotros.
¿Cómo, pues, en el siglo en que el hombre se propone llegar a los más alejados confines del sistema solar, es posible que haya millones de seres humanos que mueran de hambre?¿Qué pensaría Galileo de quienes, mereciendo su admiración por nuestros conocimientos, apenas hemos avanzado en nuestra compasión por los demás?
Con espanto veo cómo hay hombres que negocian con el tormento de otros hombres; que someten a sus semejantes por un plato; que permiten el espectáculo del menesteroso para que sirva de “ejemplo”; que comercian con la muerte; que en vez de aplicar las matemáticas para desentrañar los secretos del cielo, las utilizan en una danza macabra de cifras económicas para justificar el sufrimiento y el hambre.
No acepto el castigo; no acepto el pecado; no acepto el paraíso. No acepto que nadie bueno, y Dios lo es, haya podido condenar a la especie humana a la obligación individual de “ganar el pan” con un esfuerzo sin cuantificar. No acepto, pues, justificar el hambre con el pecado, ni con la falta de “esfuerzo”. No quiero un paraíso para los hambrientos, después de su espantosa muerte. No quiero olvidar el dolor de hoy, por el pan de mañana.
Y el hambre, que implica a todo nuestro ser, nos obliga a mostrar el espanto de su suplicio. Un niño somalí no necesita saber interpretar: su rostro, sus ojos, todo su ser lanza un mensaje imposible de ignorar. Todo su naciente y agonizante yo, muestra una imagen que está cruelmente diseñada para pedir auxilio y, aunque no queramos, nos alcanza en el corazón y despierta en nosotros la solidaridad, inexcusable en quien no está libre del horror.
Y pienso que, tal como el arte no sería posible sin la catarsis, este espectáculo, esa interpretación fisiológica tan atroz, no tendría sentido si no estuviera destinada a poner en marcha los mecanismos de su solución.
Por eso creo, que a medida que el mundo se encoge con la globalización, y los hombres ya no podemos ignorarnos los unos a los otros, no será la violencia ni la revolución, sino el ineludible y cruel espectáculo de los que sufren, lo que nos haga capaces de hacer desaparecer este espanto, de cualquier rincón de nuestro pequeño Mundo.
Imágenes obtenidas en Google
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