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Aquel día pasó como de ordinario hasta las doce. El sol caía a plomo, reflejándose de un modo deslumbrador en la tierra blanca del muelle, en las velas sobre él extendidas, en el bruñido de los palos y en el barniz luciente de las chimeneas. El vientecillo soplaba, continuo, suave, haciendo ondear las banderas y moviendo sosegadamente el molinillo del mareógrafo; y el mar, cegando la vista con sus reflejos, apenas enviaba a romperse en la escollera algunas olas murmurantes y humildes.
Pero a comienzos de la tarde cambiaron las tornas. Sin mudanza ostensible de viento, empezaron a soltarse de las montañas del oeste nubes y más nubes, que a poco formaron un ejército compacto con augurios de próxima lluvia. Nublóse el sol y apagáronse todos los colores; y el agua, antes azul, adquirió tintes verdosos en el puerto y reflejos plomizos en la bahía, agitándose a la vez en extraño bailoteo que parecía dirigir una fuerza invisible.
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El grupo más alborotado formábanlo, delante de la pescadería, los marineros, subastadores y mercaderes, que esperaban a las parejas; es decir, las barcas pescadoras.
… las gentes de las fondas encargadas de arreglar el menú aguardaban ya, con impaciencia y ánimos de puja, el resultado de la pesca, sobre la que había diversos pareceres.
A la una de la tarde se había visto a toda la escuadrilla doblar el cabo de la Huerta y meterse mar adentro, hacia el sur. Luego, a las tres, habían vuelto a mostrarse claramente en el horizonte, dibujando la mancha triangular de sus velas de un blanco deslumbrador; y allí seguían, inmóviles aparentemente. Se veían sólo tres de las barcas, dos de ellas casi juntas, confundiendo sus cascos. ¿Qué quería decir aquella maniobra? ¿Es que no habían encontrado pesca donde otras veces y la buscaban más cerca de las costa? ¿Es que, por el contrario, los pescadores, ya satisfechos con lo cogido, manteníanse a la vista del puerto para ganarlo en breve rato, a la hora de siempre?
Sobre estos particulares hubo discusión durante la siesta, entre jugada y jugada de naipes, hasta que un piloto de la Comandancia del puerto trajo la noticia de que una de las barcas, destacándose del grupo, se venía a todo correr de vela.
El tío Sueco, gran marrajo de muelle, veterano de la marina, perennemente vestido con su traje de bayeta azul oscuro, declaró, chupando su pipa de madera, que aquella barca era la “enviada”. Y no hubo más que decir, porque todos los presentes sabían muy bien que la “enviada” es la primera barca que llega al puerto, algunas horas antes que las demás, trayendo las primicias de la pesca en beneficio del mercado.
Y en esto fue cuando el nublado avanzó por poniente y ocultó el sol.
El recelo de la lluvia aumentaba por momentos.
- ¡Mal tiempo! Dijo Liso, un carpintero que todas las tardes iba al muelle a pescar pulpos.
- Agua de poniente, deja los bueyes y vente- Añadió un castellano salchichero, que en los ratos de ocio pescaba a la caña.
- De Foncalent, tronada segura- sentenció el tío Sueco.
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Súbitamente – fenómeno extraño- cesó el viento que impulsaba las nubes, cuando ya estas estaban casi en el límite exterior del puerto. Cesó el bullir del mar como por encanto, y cayeron lacias las banderolas. Calma chicha. Ni el nublado avanzó más, ni la “enviada” tampoco. Allá quedó en medio de la bahía, inmóvil y floja la vela.
¡Menuda sarta de exclamaciones y juramentos hubo en el muelle!
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En la escuadrilla de pesca hubo un largo tiempo de reposo. Sin duda esperaban a que el viento se decidiese; pero el viento no llegaba de parte alguna, y al fin hubieron de adoptar el remo. La “enviada” fue la primera que inició el movimiento; mas de cierto que llevaba poca gente y el avance era tan escaso que apenas se notaba.
- No van a llegar hasta las oraciones- dijo el tío Sueco que sabía bien lo que era remar y los palmos que mide la bahía- ¡Pícaro levante! Siempre calla cuando hace falta.
Un deseo unánime estalló en el muelle.
- ¡El remolcador! ¡El remolcador!
Y como si lo hubiesen oído allá abajo, en el embarcadero, resonó un silbido y la lancha de vapor tomó el rumbo de la bocana.
Toda la gente que había salido de paseo a la farola se subió al murallón para presenciar el remolque.
El vaporcillo corría velozmente, cruzando la bahía y dejando tras de sí un caminito de luz abierto en las aguas. Iba silencioso, sin dar silbidos, deslizándose como un patinador sobre el hielo; y en el reposo solemne de aquel anochecer prematuro, de luces y colores desmayados, en que faltaba el ruido imponente de las olas, llegaba hasta muy lejos el murmullo confuso de la ciudad.
De pronto brilló el sol, casi a punto de desaparecer tras de la sierra. Una oleada de oro inundó el puerto, culebreó sobre las olas y vino a iluminar con reflejos de topacio el horizonte; las dunas de arena del cabo de Santa Pola destacaron su amarillo claro y uniforme sobre la masa violácea y oscura de la costa. Todo pasó rápidamente: fue un instante de luminosidad que se hundió de nuevo en las tintas frías del nublado.
Muy deprisa el vaporcillo se acercaba a la barca que, lentamente, seguía deslizándose a remo; y detrás de ella, toda la escuadrilla se mostraba ya, en numeroso grupo, de una vaguedad misteriosa. Al fin se encontraron. El remolcador silbó alegremente y comenzó a volver al puerto.
Como una sonrisa comenzó a descorrerse hacia el ocaso el velo de nubes, mostrando un pedazo de cielo de un verde purísimo. Que se fundía por ambos extremos en un dorado de tono cada vez más brillante.
La noche comenzó serena y triste, a tiempo que el vaporcito enfilaba la bocana, arrastrando tras de sí, majestuosa, sin cabeceo alguna, la barca en cuyo vientre bullía la pesca. Muy atrás quedó la escuadrilla avanzando penosamente hacia el puerto; y en el silencio de la hora, los tripulantes, aferrados al remo, pudieron oír los gritos de la gente que allá abajo, frente al mercado, se disputaba la pesca y pujaba los precios.
Fragmento de Cuentos de Levante y otros cuentos. Ediciones Thule, Barcelona, 2003. Es una reedición del libro original realizada por los herederos de:
Rafael Altamira, el autor de estas líneas, que fue coetáneo de Vicente Blasco Ibáñez con quien estudió derecho en la Universidad de Valencia. Perteneció a la elite de artistas e intelectuales valencianos como Sorolla, Azorín y otros con quienes compartió ideas e ideales. Exiliado en México murió en 1951 sin volver a ver las costas de su Alicante natal.
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