Cuando los Hombres, mayoritariamente la parte masculina de la especie, descubrieron la providencia divina, es decir, eso de que Dios lo creó todo y que impone su voluntad sobre los Hombres, adjudicaron a esa Divina Voluntad la parte que coloca a las mujeres “indisolublemente” unidas “para siempre” a su matrimonio. Perdonen la reiteración, pero es que eso de que “lo que Dios ha unido no lo separe el Hombre”, se repite machaconamente en todas las religiones.
Parece que la base de la familia, esa estructura social capaz de casi todos los milagros pasados y futuros, consistía y consiste en que las mujeres sólo tengan hijos del mismo hombre y que en consecuencia y para preservar dicha obligación, sólo puedan ser desvirgadas, preñadas y poseídas sexualmente por sus maridos. El que los hombres puedan acceder al sexo de otras mujeres está “legislado” con mucha más laxitud; existen al respecto multitud de excepciones, circunstancias, disposiciones y costumbres, todas ellas lesivas para las mujeres.
En la distribución de los bienes de “conquista” de las tribus más ancestrales, la mujer ocupaba un lugar preferente entre las “posesiones” del hombre. Lo de la igualdad de los sexos se trató siempre con mucho cuidado, no sea que tal revolución permitiera que las “esposas”, fantástica denominación, adquirieran el derecho a fornicar con otros. Sí, esa palabra tan malsonante que describe la relación sexual en un entorno antisocial e ilegítimo.
Y alrededor de ese mito excluyente nace toda una mística romántica, manipuladora y esclavizante. A los hombres se les reserva en exclusiva la iniciativa amorosa, quedando para ellas la “astucia” de atraer al varón a la “trampa” en la que ellas son las únicas “cazadas”.
Resulta que la diferencia básica entre hombres y mujeres es que estas son las que procrean. Esta determinación biológica condena a las hembras planetarias, de cualquier especie, a permanecer, durante periodos largos y trascendentes de sus vidas, ligadas a la tarea de ser madres. Los hombres, en su realidad de machos, se encuentran, por el contrario, “desocupados” en tales periodos. La realidad fisiológica es tan desigual que, en el mundo animal, tal cosa deriva en la creación de “harenes” en los que un macho mantiene exclusivamente a un grupo de hembras a su disposición, pese a que ello lleve consigo el celibato a los otros machos menos poderosos, dado que el azar reproductivo produce un número similar de individuos del ambos sexos en casi todas las especies animales.
Aún hoy, el Mundo, visto por los machos, se parece peligrosamente a lo que veían los Australopitecos, hombres de Neandertal, u otras derivaciones evolutivas del Homo Sapiens en el remoto origen de nuestra especie. En esa visión, la mujer apenas si es un instrumento reproductivo, una posesión a proteger, una pieza necesaria y valiosa en la supervivencia cruenta y belicosa de los genes fecundadores masculinos.
Que el matrimonio se base en una relación de igualdad es una conquista social que sabe a derrota masculina. De hecho en nuestros días tal imposición social y legal deriva en centenares de homicidios cometidos por machos insatisfechos, que rememoran, aún sin saberlo, el derecho de vida o muerte sobre sus mujeres.
¿Estamos, pues, ante una degradación del Derecho Natural? ¿Es comparable la situación de la mujer independiente y emancipada del varón, al matrimonio homosexual, a la igualdad de las razas, a los Derechos Humanos (en cuanto a Libertad, Trabajo, Nacionalidad y Religión).?¿Es ésta una “adquisición” social, una modificación cultural de nuestra realidad fisiológica?
Quienes piensen así, sean hombres o mujeres, perpetúan la desigualdad; abogan por el mantenimiento de la sumisión; dejan abierta la puerta a la esclavitud de la mitad de la raza humana.
La actual compresión de los mecanismos evolutivos nos permite tener la certeza de que los comportamientos, habilidades y conocimientos se trasmiten genéticamente de progenitores a descendientes. Sabemos hoy que un individuo puede dar origen a un grupo de descendientes con sus habilidades. Sabemos que el Ser Humano es tan sumamente complejo, tan maravillosamente dotado, que puede con esfuerzo convertirse en lo que antaño hubiéramos considerado Dioses. Por eso es tan vital resolver la injusticia social que mantiene nuestro mundo como un valle de lágrimas para la mitad de la especie.
La mujer es desde siempre nuestro igual.
Nuestra tendencia gregaria, nuestra necesidad de convivir con otros, nuestra valiosísima estructura social en células familiares, no puede estar basada en la esclavitud de la mayoría de sus miembros. La supremacía masculina es una maldición, es una mutación equivocada de la evolución natural, es algo que debemos combatir con las mismas armas con que se gestó. Al egoísmo debemos oponer la inteligencia. Hay que construir el futuro en base a la responsabilidad, al respeto y a la cooperación. Porque los retos futuros están fuera del alcance de individuos solos, incluso fuera del alcance de los dirigentes de un solo sexo.,
El mestizaje, la diversidad cultural respetuosa, el aprendizaje multidisciplinar, el contraste de pareceres y la suma de los esfuerzos más diversos son los que nos permitirán alcanzar el futuro. Algo cada vez más alejado del “Paraíso Primigenio” y que requiere un esfuerzo más exigente. Y tal cosa es imposible cercenando la Libertad e Independencia del sexo femenino. Las reglas han cambiado pero la partida continúa y la “Felicidad” sigue siendo el premio a quienes encuentran la senda de lo correcto.