En nuestra literatura, en nuestra vida, falta una revolución. Los franceses tuvieron la suya. Reyes, nobles, clérigos e ideas pasaron por la guillotina. Y allí, en los lejanos ochenta y tantos del siglo dieciocho, se acabó la censura, el vasallaje y el “hago saber”.
Aquí, sin embargo, hemos tenido Duques y Reyes toda la vida. Y los breves periodos de rebeldía sólo nos dieron para nanas de cebolla, porque a los poetas y escritores de los que tenía que germinar la revuelta los cortaron apenas habían brotado, o los trasplantaron al exilio, que es como separar la lengua del oído para que no se sepa lo que dice.