martes, 29 de enero de 2013

PÍCAROS Y JUGLARES

En nuestra literatura, en nuestra vida, falta una revolución. Los franceses tuvieron la suya. Reyes, nobles, clérigos e ideas pasaron por la guillotina. Y allí, en los lejanos ochenta y tantos del siglo dieciocho, se acabó la censura, el vasallaje y el “hago saber”.

Aquí, sin embargo, hemos tenido Duques y Reyes toda la vida. Y los breves periodos de rebeldía sólo nos dieron para nanas de cebolla, porque a los poetas y escritores de los que tenía que germinar la revuelta los cortaron apenas habían brotado, o los trasplantaron al exilio, que es como separar la lengua del oído para que no se sepa lo que dice.


 
Así que a los rebeldes nunca les salió a cuenta hacer revolución pero, sin embargo, hicieron de las migajas, fortuna y de la huida perpetua, libertad. A esos escapistas atrevidos y valientes les llamábamos pícaros; y no podíamos llamarlos héroes porque su batalla fue en su propio beneficio, algo revolucionariamente próximo al bien común que no olvidemos es un bien mal visto en este país propiedad del Rey y adláteres.
 
 
Pícaros, proscritos, ladrones, excomulgados, descreídos, fugitivos y sin casa, pero valientes todos. Chusma, que es como llaman los nobles e hidalgos a los enemigos que resultan invencibles porque no les presentan batalla ni se rinden.
 
 
La Gran Muralla se inventó aquí primero: era la que separaba al “pueblo” de la “nobleza”. La casta no era negociable. La fortuna, los méritos, las proezas, etc… podían postularte como candidato a pasar la “muralla”, pero al final era la Voluntad Real la que abría o cerraba la puerta. Nunca hemos derribado esa muralla. Nunca hemos vencido esa “voluntad”. Somos un pueblo de vasallos… o pícaros.
 
Y revueltos con ellos estaban los juglares. Gentes raras. Leídos en un mar de analfabetos. Cantores en una corte de mudos. Esperados en un lugar sin esperanza. Sabios donde el saber estaba prohibido. Sumisos, atrevidos, clandestinos, aclamados, viajeros y peregrinos de corazón a corazón.

De sus cuitas, de sus romances antiguos apenas tenemos vestigios, pero lo que queda de ellos es la memoria de los pícaros, que fue y es la noticia que a las gentes de ayer y de hoy más interesa.


Fueron magos, sanadores, poetas, artistas, amantes, y pobres. Nunca tuvieron más fortuna que llevarse a la boca que el favor de los otros. Ocultaban sus nombres en “anónimos” porque su destino natural era ser acallados por el expeditivo método de la hoguera. Lejos pedir “derechos de autor” de algo que siempre jurarían no haber escrito, no haber contado, no haber sabido. Pero sabían, escribían y contaban. Y de ellos nacen los atisbos de Libertad y Cultura que de ese país de lisiados, siervos, tullidos y leales a las cadenas hemos heredado.


Nunca bien vistos por los poderosos, eludían palacios y castillos, por caminos polvorientos, ribazos o aldeas. Un verso por un trozo de pan, una historia por un cuenco de sopa y un beso por un espejo. No, no tenían espejos de cristal o metal pulido. Eran sus palabras las que convertían a la campesina en doncella, a la torpe en agraciada y a la escondida en un corazón en llamas.


Y la historia, su historia, corría de boca en boca, susurrada, sonreída, atesorada en silencio por debajo del estruendo del sermón o el canto gregoriano. Y, gracias a ellos, había risas y pecados en el valle de lágrimas. Y noticias de pícaros, y vocaciones de pícaros, y vidas sin Rey, ni nobles, ni clérigos y, ¡Dios nos libre!, sin miedo al infierno.


Hace tiempo que no hay juglares. Ya no hay nadie que cuente historias llenas de esperanza. Nadie que desvele lo que hay detrás de la cortina de lo correcto. Que te tiente a vivir de otra manera. Nadie que te haga bella por un trozo de pan. Se ha perdido la magia, la austeridad del juglar, su mensaje escondido, el encanto de lo efímero. Ahora todos firman, todos cobran derechos de autor, y el mester de juglaría es una industria.


Todo acabó cuando los pícaros se quedaron sin sitio; cuando el oficio de ladrón del que comían fue usurpado por los nobles;

y nació el Tesoro Público que administra el Rey, ¡cómo no!, y en su nombre los políticos; y los encadenados se consideraron libres; y los pobres, ricos; y los ignorantes, sabios; y la feas, bellas; y el valle de lágrimas, un país del bienestar; y los vasallos, ciudadanos.


Ahora en lugar de aquellos seres de carne y sudor; de alpargata y lengua viva; que se alimentaban de sopa y versos; ahora, en su lugar, tenemos televisores que siempre dicen lo correcto, y a los que en vez de quemarlos, los dejan obsoletos que es más productivo.


Entonces, ahora que lo pienso, seguimos teniendo una revolución pendiente.

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